Tío Beto, 20 años de su partida.
Han pasado 20 años desde que mi tío Beto
falleció. Era una madrugada de lluvia, 27 de julio de 1994, él padecía cáncer
de colon, había sido diagnosticado pocos meses antes de su muerte. Su última
exhalación se disolvió entre el rocío de aquella madrugada y nos quedó un dolor
interminable, que dos décadas después, duele, como si sucedió hace una instante.
Tío Beto era un hombre creativo, trabajador, de
corazón noble, sin ningún vicio, era sastre y agricultor, con su empeño hacía que la
tierra más cansada se convirtiera en vergel, cultivaba maíz, frijoles,
maicillo, frutas y lo que estuviera a su alcance. Él vivía en la antigua casa
de la familia en el Valle La Puerta, justo a la orilla de la línea férrea.
Vivía solitario en aquella casa de paredes frías, su compañía era una biblia y
los recuerdos de los ancestros, que aún tan tarde, seguían en cada grieta de la
casa. De vez en cuando volvían las historias de misterio y fantasmas que nacían
del pozo que había atrás de la vivienda, pero tío Beto no era miedoso, vivía
tranquilo y pasaba parte de sus largas noches cortando tela, usando su máquina de coser y leyendo su biblia.
No podíamos pasar una
semana sin saber de él, íbamos a visitarlo o él nos visitaba, llegaba a casa
con su espalda cansada de cargar aquel bolso gris pálido lleno de naranjas y
huizamperes para que mi abuela hiciera dulce y cuando era el tiempo en que
florecen los Izotes, mi tío llevaba toda la cosecha a casa y mi abuela
preparaba la mejor flor de izote con huevo que he comido en toda mi vida. Y todos
almorzábamos juntos y felices.
Mi tío
Beto era el único hermano que tenía mi abuelito Benedicto. Sus otros hermanos
habían muerto durante su infancia más de sesenta años atrás. Mi tío Beto era
una persona de gran corazón y muy importante en nuestra vida, él siempre estuvo
en los momentos trascendentales de nuestra infancia y adolescencia.
Tío Beto tenía la
costumbre de salir a ver el tren cada vez que pasaba y cuando mi hermana y yo
viajábamos a Armenia por alguna diligencia, desde el tren siempre le gritábamos
“adiós, tío Beto“ y agitábamos nuestras manos y él desde su puerta, nos
respondía con su manera peculiar de decir “hasta pronto“.
Recuerdo que cuando iba a ser nuestra fiesta
rosa, fui yo la encargada de invitarlo formalmente para que nos acompañara a la
celebración y se puso muy contento. Recuerdo que llegó temprano a la
celebración con su sombrero de palma y sus mejores ropas, allí nos bendijo, dijo que lograríamos todos nuestros sueños y
que él nos cuidaría siempre.
Al
pasar el tiempo, tío Beto enfermó, mi tía Imelda lo trajo a la ciudad para que
lo vieran los médicos, estuvo ingresado en un hospital, allí le dieron el
diagnóstico. Luego de un tiempo en casa de mi tía, pidió que lo llevaran al
campo a vivir con nosotros en casa de mi abuelo. Allí lo cuidó mi madre como si
él hubiera sido su padre. Toda la familia se unió para que tío Beto pasara sus últimos
días de la mejor manera, aunque todos sabemos que los últimos días nunca son buenos.
Hay cosas demasiado dolorosas para ser contadas. Esa madrugada de julio, tío
Beto se había ido.
El tren siguió pasando un par de años más
frente a su casa, era inevitable ver su puerta y sentir frío al verla cerrada,
tío Beto ya no estaba allí, ya su mano no se asomaría más. Hoy ya no pasa el tren, tampoco está ya su casa. Ahora, 20 años después no puedo evitar la
tristeza, no puedo evitar extrañarlo, no puedo comer ese plato de flores de
izote sin volver en el tiempo con un recuerdo, es como si viajara a aquellos
días cuando compartíamos la comida en familia, es como si sintiera junto a mí a
tío Beto, con su sonrisa, su atención y su comprensión. Hoy, sólo quedan las memorias
de nuestro amado tío, los días parecen siglos de extrañarlo.
¡Tío, cuánta falta me haces!
Alberto Magaña, 7 de agosto de 1922 - 27 de julio de 1994 |
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