Días de Infancia: Los amigos Árboles

Cuando me quebré la pata en mi accidente con un paracaídas el pasado 13 de abril, tuve suficiente tiempo para recordar cosas de infancia durante mi estadía en el hospital, 26 días que fueron dolor físico pero me divertía, pasaba conversando con mis compañeras de sufrimiento en la sala de pacientes y reíamos mucho, en resumen fue un tiempo para hacerme más fuerte pero a veces me ponía sentimental cuando recordaba cosas de cuando era niña, esta vez les contaré de algunas cosas que pasaron en el marco de lo que llamo "los amigos árboles".

Cuenta mi abuelo que en 1958 fue contratado como tenedor de libros en la oficina de la Hacienda Los Lagartos, el antiguo patrón le asignó una casa, mi abuelo podía elegir el lugar y a él le gustó la casa que tenía tres árboles de cujín y desde entonces mi familia ha vivido en esa casa, dos cujines se secaron y nada más quedó uno cobijando la vieja casa. 

En especial, tengo presente un recuerdo, era un amanecer de verano y ventisca, me levanté temprano y salí al patio a buscar a mi abuelita y allí estaba, parada cerca del enorme árbol de cujín. El árbol estaba lleno de flores amarillas y el viento las arrastraba desde la copa hacia los rincones de sus raíces y del resto del suelo, parecían como pequeños bloques hechos de flores ya secas, en sus ramas habían muchos palomos que se daban calor en pareja y el cielo, esa mañana, era de un gris extraño, era un gris de viento. Creo que era noviembre, en ese tiempo yo tal vez estaría por cumplir 5 años y este es el recuerdo más antiguo que guardo del árbol. 

Cuando yo era más grande, solía dibujar la Loma del Tacuazín una y otra vez, lo hacía con los plumones que me compraba mi madre. Mi lugar favorito para ver ese paisaje era bajo el gigante cujín. Una vez quise improvisar un caballete de pintor como los que salían en las caricaturas, lo logré envolviendo una tabla con papel de empaque y me sentía muy realizada al dibujar la loma. Después comencé a dibujar el Volcán de Izalco desde el mismo lugar, sólo que esta vez le daba la espalda a la Loma del Tacuazín. No se que tenía ese lugar que me gustaba tanto estar allí, un buen día, junto a mi hermana, hicimos una pira de ladrillos y puse un balde naranja lleno de agua para que los palomos bebieran, no se por qué amaba tanto ver en aquel balde el reflejo de las ramas del viejo cujín, con sus pájaros, sus hojas y sus ancianos frutos que brotaban cada vez mas delgados.

Un buen día decidí dibujar al cujín, el dibujo quedó feo pero yo lo miraba bonito, como si superara en belleza a todos los árboles de la loma.

Mi abuelo mandó a hacer un palomar de madera muy bonito y lo pusieron en una rama, pocos pájaros se mudaron a vivir allí, el resto prefería estar afuera. Bajo el árbol jugábamos con nuestros amiguitos, nos subíamos al carrito de madera que mi abuelo nos había regalado, nos deslizábamos en la ladera y jugábamos que íbamos hacia el espacio.

En otra ocasión, quisimos celebrarle el cumpleaños a Cecy, nuestra amiga. Como no había dinero para comprarle una piñata respetable, decidimos hacerla con una caja de zapatos y adornada con hojas de periódico y pegadas con engrudo. Mi abuela y mi madre compraron dos bolsas de dulces. Invitamos a los pocos cipotes que conocíamos y pusimos nuestra piñata en un palo de pacún que era el vecino más cercano del cujín. Era verano y la enorme sombra de cujín nos hacía el ambiente aún más fresco. Todos le dimos de palos a la pobre piñata mal hecha, los dulces comenzaron a caer en la tierra en extremo polvosa y todos los cipotes comenzamos a buscar dulces mientras nos empujábamos unos sobre otros, cuando de pronto sentí demasiado polvo y no podía ver bien debajo de la trifulca, mi sorpresa fue ver a una niña llamada Maritza, en lugar de estar buscando dulces, estaba agitando sus manos en el polvo para alborotarlo más jajaja y salimos huyendo de la nube de tierra a tirarnos encima el balde de agua que estaba bajo el cujín. Todos estábamos llenos de tierra. 

Los años pasaron y el árbol fue perdiendo sus ramas una a una, el palomar de madera también se pudrió y su enorme tronco murió, nunca lo pude abrazar por completo, su diámetro era enorme como el amor que yo le tenía. El viejo cujín murió y todos temían que un día se desplomara sobre alguien y fue talado. Ya pasaron 25 años del día en que se convirtió en leña. El amor del fuego mordió su madera, mi hermana y yo nos entristecimos, carbón en el trozo de un recuerdo. Ya sin cujín, busqué otro árbol pero ya nunca volví a dibujar ni la loma ni el volcán.

Busqué un árbol de mango, era divertido subir por todas sus ramas, me encantaba ensayar mi "rutina de acrobacia", había aprendido a dar vuelta como gato en una rama específica y ensayaba mi rutina hasta el día que me caí y pasé golpeando mi pelvis en la rama más baja. Mi hermana se asustó mucho y fue a buscar alcohol, me lo puso y me ardió hasta alma. Desde ese día fue prohibido ir a jugar al mango so pena de una buena cachimbeada.

Seguimos en busca de nuevo árbol y mi hermana eligió al nuevo, era un árbol de anonas rosadas, el mismo árbol que muchos años atrás había sido la tumba de dos periquitos que quise mucho. El tiempo pasó y mi hermana tenía 11 años y yo 12, el árbol de anonas se había convertido en el confidente de dos niñas que comenzaban su adolescencia, mi hermana y yo platicábamos bajo su sombra por muchas horas y jugábamos a ser deportistas, científicas y astronautas. También me caí de una de sus ramas, por estar haciendo mis "acrobacias", mis manos estaban lisas y me fui de paso. 

El tiempo siguió avanzando y la adolescencia también. Se llegó la etapa más difícil. Cuando a mi hermana la regañaba mamá, nos íbamos a llorar juntas bajo sus hojas hermosas de color verdecito especial. Seguimos creciendo y se llegó el momento en que los muchachos nos comenzaban a llamar la atención, entonces mi hermana y yo nos contábamos cualquier cosa bajo la sombra del árbol. Para nuestra mala suerte, nos hicimos amigas de un grupo de niñas del Salitrillo, ellas se enojaron por unos juguetes que nos pertenecían y fueron a decirle cosas a sus madres, luego sus madres y sus lenguas desgraciadas calumniaron a mi pequeña hermana de cosas muy feas y nos prohibieron salir de casa y también nos prohibieron ir al árbol de anonas. Aun no comprendo cómo esas niñas pudieron inventar cosas tan atroces a edades tan tempranas. Bien dicen que los niños son crueles y las madres lo fueron aún más, porque creyeron las mentiras de sus hijas y hasta le agregaron patas y cola para hacer más grande la calumnia. Al pasar los mese, las niñas que iniciaron la calumnia le pidieron perdón a mi hermana, luego se fueron del país pero las secuelas de sus palabras siguieron persiguiendo a mi inocente hermana, al punto que todo mundo quería maltratarla y además nos jodían sólo porque somos huérfanas de padre, entonces me cansé de la situación y le pedí a mi abuelo que me llevaran a la ciudad para aprender Tae kwon do y ese fue el principio de mi camino marcial. Después de un par de bichos cachimbeados nadie tuvo los pantalones de decirnos algo en nuestra cara. 

Así fue como todos los juegos, las piñatas hechas de cajas y periódicos, las pláticas de niñas, las pláticas de adolescentes, lágrimas y secretos inocentes fueron muriendo en aquellos días. El árbol también fue muriendo con los años y mi hermana y yo volvimos a quedar huérfanas, sin anona, sin mango, sin cujín, sin confidente.

A veces, cuando voy a la vieja casa de la hacienda me siento en el lugar donde un día cubrió la sombra del anono, saco un tabaco, lo fumo y luego siento algo triste, algo que me recuerda una época difícil en la que los padres no entienden cuando dejas la infancia. El mango me da risa, ya no parece tan grande como cuando era niña. Con el cujín es distinto, evito estar en el lugar donde estuvo su sombra, evito su recuerdo porque se que me hará llorar. 

Hacía mucho que no hablo de esta época con mi hermana, sabía que se humedecerían sus ojos. Estando en el hospital le leí esto que he escrito. Tal como creí, sus ojos se humedecieron, me abrazó y voló entre sus recuerdos hasta abrazar aquellos días.



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